El valor de la imagen y sus diversas lecturas, juegan un papel esencial en la comprensión de la obra de arte, la representación de una Reina, heredera al trono a los tres años y proclamada reina de España días después de cumplir los catorce, debía trascender la apariencia del retrato y ponerse al servicio del compromiso político asociado a su cargo, pero también al necesario sentimiento de empatía que debía despertar en la sociedad de su tiempo. Es indiscutible que la reina Isabel II tuvo poder, un poder que la sitúo en el espacio que tradicionalmente habían ocupado los hombres; no fue únicamente una mujer en Palacio, sino la soberana, la responsable de la política española entre 1833 y 1868. Sin embargo Isabel, reina propietaria del cargo, no tuvo un futuro victorioso, muriendo exiliada en París en 1904 censurada y criticada, pero pasando a nuestra memoria como símbolo de poder, un poder femenino que no dependía del hombre, sumando a su rol organizador y de toma de decisiones, el de madre que debía asegurar la sucesión; recordemos que desde su exilio vivió el reinado de su hijo Alfonso XII, gracias a que abdicó a su favor en 1872, la posterior regencia de María Cristina de Habsburgo y el inicio del reinado de su nieto Alfonso XIII.
En nuestra memoria permanece la imagen de Isabel II que definió Federico de Madrazo y Kuntz (1815-1894), con un llamativo despliegue en su vestir, elegancia en la pose y enmarcada en un escenario regio cargado de símbolos que marcan en su categoría. La pieza que hoy proponemos comparte la quietud de este modelo, una solemnidad que nos habla de estabilidad y transmite la imagen de un gobernante, en este caso ella, que mantiene los elementos que tradicionalmente se asociaron al hombre y al buen gobierno. La imagen de la reina es por tanto una imagen icónica y como tal la representa Enmanuel Panini en este retrato escultórico firmado en 1880, tal y como evidencia la marca que lo acompaña: “E. PANINI. SC/1880”, realizado cuando la Reina se encontraba en el Palacio de Castilla de la avenida Kléber de París, acogida en el exilio por Napoleón III y Eugenia de Montijo. Panini mantiene ese gusto sobrio en la representación, optando por la calma y la quietud, elementos que durante el gobierno de la Reina se erigen como símbolos de estabilidad, sumando a todo ello un naturalismo algo idealizado no ajeno a la escultura más expresiva de los modelos franceses. Es además un ejemplo de la moda de la época, destacando el tipo de peinado, con caída de mechones rematados en tirabuzón o el sencillo broche circular rematado con flor, un estilo de apariencia que se equilibra con la presencia de complementos puramente regios, tales como la corona y el gesto, femenino pero sobrio, eludiendo rasgos de dulzura forzada que acompañaron a otros retratos femeninos de la época. Un ejemplo de cómo entender el retrato de una mujer poderosa, madre y soberana por destino, no por matrimonio, de uno de los periodos más convulsos de la historia de España.
María López Pérez