Mucho es el desconocimiento que el público en general tiene de nuestra rica y abundante historia militar, pero gran parte de ese público, al menos los más veteranos, son capaces de relacionar el “uniforme de rayadillo”, con aquellas unidades que prestaban su servicio en nuestras queridas provincias ultramarinas.
En la exposición temporal de nuestro Museo del Ejercito: “1898 El final de cuatro siglos de Cuba y Filipinas españolas”, son varios los uniformes de rayadillo que se exhiben pertenecientes a personajes ilustres, unos notables, como el capitán médico Santiago Ramón y Cajal y otros más extraños como el comandante de infantería Julián Fortea Selví, personaje no tan afamado pero no exento de valores pues condensó los suficientes méritos como para engrosar la lista de laureados en la Real y Militar Orden de San Fernando.
Julián nació el 8 de marzo de 1845 en una pequeña localidad de las estribaciones de la sierra de Alcubierre, Camarena de la Sierra en Teruel. A la temprana edad de diecisiete años se alistó como soldado en el Ejército prestando sus servicios en el Regimiento de Borbón, iniciando una modélica trayectoria que le posibilitó el ascenso a los sucesivos empleos. Alternó sus diferentes destinos entre la península y Filipinas. Su postrer destino al archipiélago le llegó en el empleo de capitán, en abril de 1893, siendo destinado al Regimiento de Visayas, en la plaza de Manila. En julio del año siguiente fue nombrado gobernador de las islas Calamianes y ese mismo mes le llegó por antigüedad el ascenso a comandante, por lo que en septiembre de 1895 pasó a ocupar el mismo cargo en las Batanes, un archipiélago entre dos mares y rodeado de fuertes corrientes marítimas que dificultan la navegación y por tanto las comunicaciones. Es por ello que, aunque Manila había capitulado ante los estadounidenses en agosto de 1898, en septiembre, para nuestro comandante, España seguía rigiendo los destinos de Filipinas, porque fue en septiembre cuando la insurrección alcanzó de forma abrupta el archipiélago.
Un vapor cargado de insurgentes arribó a la isla, lo que provocó el levantamiento general de los nativos. Aislado con su familia, el gobernador Fortea, se vio obligado a refugiarse en la casa de gobierno, también conocida como Casa Real, donde resiste el acoso rebelde durante once horas. Varias veces fue instado a la rendición y otras tantas respondió: “¡Jamás rendiré esta plaza!”
Herido de muerte por disparos certeros, la última voluntad expresada a la familia fue: “No os rindáis mientras os queden municiones”. Y justo antes de expirar: “no quitéis la bandera”.
Fue al día siguiente cuando, ante la promesa de los rebeldes de respetar, además de sus vidas, todos sus bienes y posesiones, la viuda y sus hijos cejaron en la lucha. El cabecilla de los insurrectos conmovido por el heroísmo de aquella familia, les aseguró que el comandante Fortea sería enterrado con honores militares y que no se arriaría la bandera española mientras que el cadáver no recibiera sepultura. Y así se cumplió.