El Museo del Ejército conserva en su colección un magnífico ejemplo de pintura virreinal. Nos referimos a un lienzo de grandes dimensiones [3,12 x 3,12 cm] que representa la Villa Imperial de Potosí, coronada por el Cerro Rico con sus veintiuna lagunas.
Conocemos y podemos imaginar numerosas maneras de mirar una ciudad, hoy les proponemos una de ellas. Podemos conocerla a través de sus gentes, de sus tradiciones, de sus monumentos o edificios emblemáticos; podemos mirarla a través de sus vistas y espacios naturales, o bien estudiarla mediante la lectura de un mapa, de las letras de un cronista o de la paleta de un pintor. Hoy nos acercamos a la ciudad boliviana de Potosí dando un salto en el tiempo, lo haremos a través de una obra realizada en torno a 1755, un interesante ejemplo de la pintura de la América virreinal conservada en nuestras colecciones.
La Villa de Potosí se conformó a orillas del Cerro Rico y fue la riqueza de su entorno natural la que definió su destino. Geográficamente se trata de una tierra fría y poco productiva, lo que en cierto modo podría explicar que no se establecieran centros de población con anterioridad. Tal y como leemos en la leyenda pintada sobre el lienzo en su margen inferior derecho, esta obra describe la “Villa Imperial de Potosí, su Cerro Rico y sus 21 lagunas, construidas en los lugares que aparecen, en las cordilleras de Caricari y Nicaua”. Nos situamos en el municipio de Potosí, al suroeste de Bolivia, capital de la provincia de Tomás Frías. La ciudad nació como asiento minero, convirtiéndose, por la abundancia de sus yacimientos de plata, en una de las más importantes del mundo de su tiempo. La Villa se fundó a los pies del Cerro Rico en 1538, fue el Virrey Don Francisco de Toledo quien impulsó el proceso de organización urbana, rectificando su trama y organizando sus barrios. En 1572 Carlos I le otorgó a la ciudad el escudo de Armas, siendo considerada una Imperial Villa.
En la composición conviven dos espacios. En la zona superior destacan las lagunas, el Cerro Rico y el Cerro Chico. Sobre este doble perfil de relieve se sitúa un haz de rayos que recuerda a la rosa de los vientos, la que marca los rumbos de norte, sur, este y oeste. En la mitad inferior se muestra una vista topográfica de la Imperial Villa, mostrando sus espacios al detalle. La obra actúa como cronista minuciosa de la organización de la ciudad, reservando un espacio protagonista a la extraordinaria red de lagunas y embalses, reflejo de la ingeniería hidráulica desplegada al servicio de la producción de plata. La plata marcó el inicio y destino de la ciudad, convirtiéndola en un centro esencial de la economía de la América meridional. Este aspecto se refleja en la composición, donde el doble perfil cónico de los Cerros marca el equilibrio, convirtiéndose en seña de identidad de la ciudad desplegada a sus pies. Si bien la obra hidráulica ocupa un espacio relevante en la composición, veintiuna lagunas diseñadas para la extracción de la plata, este artificio convive con la fauna autóctona, especialmente las llamas, salpicadas en tono negro y blanquecino, necesarias para el transporte en un medio de relieve irregular.
Desde el punto de vista compositivo conviven además dos “maneras de mostrar” que nos invitan a dos “maneras de mirar”. La representación topográfica de la rica Villa dialoga con el eje vertical que marcan los Cerros y la pantalla que dibujan las lagunas y artificios de la zona superior. Relieve y centro urbano comparten protagonismo. Pero de algún modo, nuestro ojo se posa de manera inmediata en las laderas del Cerro con sus numerosas lagunas, conduciendo nuestro interés a través de sus caminos hasta la ciudad. La ciudad, la Villa Imperial que descansa a los pies de una “naturaleza transformada”, modelada al servicio de aquello que definió su fundación, la extracción de su oculta riqueza.