Las dos medallas en las que hoy nos detenemos son el reflejo de dos viajes, dos parejas y una amistad. La relación entre la reina Victoria de Inglaterra y el emperador francés Napoleón III, junto a sus cónyuges el príncipe Alberto de Sajonia-Coburgo y la española Eugenia de Montijo, estuvo condicionada por su alianza frente a Rusia en la guerra de Crimea, pero tuvo mucho de personal.
Cuando se acuñaron estas medallas, en 1855, Francia y Gran Bretaña estaban en guerra con Rusia. El año anterior habían declarado la guerra al zar, tras el enfrentamiento entre éste y el sultán de Turquía, a quien ofrecieron su apoyo.
A principios de 1855 Napoleón III y la emperatriz Eugenia planearon presentarse en Constantinopla y, desde allí, navegar hacia Crimea, para hacerse presentes ante los soldados que luchaban bajo pabellón francés. Los británicos querían evitarlo, pues, dada la alianza entre los dos países, así sería un Bonaparte quien aparecería al frente de las tropas inglesas. Oportunamente, la reina Victoria invitó a los emperadores franceses a Londres en abril, y éstos se vieron obligados a corresponder con una invitación a París, en agosto del mismo año, por lo que su viaje a Crimea no llegó a producirse.
Los dos viajes a ambos lados del Canal de la Mancha quedaron reflejados en sendas medallas. La francesa es obra de Jean Pierre Montagny, que fue una de las figuras más destacadas de la Casa de la Moneda de París en el siglo XIX, y la británica se debe a Allen & Moore, con sede en Birmingham.
Resulta original la composición de la medalla que conmemora la visita de Napoleón III a Londres, en la que ambos soberanos parecen mirarse desde el interior de los escudos ovales, protegidos por una Victoria alada. Bajo los bustos figuran los escudos coronados de Francia, con el águila imperial, y Gran Bretaña, que incluye tres leones pasantes (con tres patas en el suelo) que representan a Inglaterra, el león rampante (erguido) de Escocia y el arpa que representa a Irlanda.
El emperador deseaba la alianza con Gran Bretaña, donde había pasado parte de su juventud y de su exilio, y tanto él como su esposa despertaron las simpatías de Victoria y Alberto. En un memorandum fechado el 2 de mayo de 1855 en Buckingham Palace, la reina Victoria afirmaba que Napoleón III era un hombre extraordinario, dotado de un coraje indomable, gran confianza en sí mismo y perseverancia, combinados con una gentileza y un poder de fascinación que percibían aquellos que trataban más íntimamente con él.
Unos meses después, entre el 18 y el 27 de agosto, la reina y el príncipe consorte devolvieron la visita a París, cosa que no hacía un miembro de la monarquía británica desde 1431. En el reverso de la medalla aparecen un cardo, símbolo de Escocia, y una rosa, que constituye el emblema heráldico tradicional de Inglaterra desde finales de la Edad Media, y que se conoce como rosa inglesa o rosa Tudor. Toma su nombre de la Casa Tudor, la dinastía que unió a las casas nobles de Lancaster y York, quienes se habían enfrentado en la denominada “guerra de las Dos Rosas”.
Victoria y Alberto, acompañados de sus hijos, se instalaron en las cercanías de París, en el palacio de San Cloud, especialmente acondicionado para la ocasión. Gracias a las atenciones del emperador y de su esposa, las relaciones entre ambos matrimonios evolucionaron desde lo protocolario hacia el terreno de la amistad. Durante su estancia, la pareja real inglesa visitó Versalles, donde disfrutaron de un baile en la Galería de los Espejos y de una cena de gala en la sala de la Ópera. Además, visitaron la Exposición Universal organizada por Francia tras el clamoroso éxito de la Gran Exposición celebrada en Londres en 1851, por iniciativa del príncipe Alberto. La Exposición fue el marco para nuevas atenciones, y en ella se exhibía un bello abanico ofrecido por Napoleón a Victoria. La reina dejó un relato en el que se mostraba deslumbrada por su estancia parisina.
Como vemos, los objetos del museo nos cuentan las pequeñas historias que forman la Historia con mayúsculas.