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Wednesday, May 6, 2020

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De patrulla Balmis por el camino que conduce al final de la Tierra

Operación Balmis (foto: C. Molero)

Operación Balmis (foto: C. Molero)

Operación Balmis (foto: C. Molero)

Operación Balmis (foto: C. Molero)

Operación Balmis (foto: C. Molero)

Operación Balmis (foto: C. Molero)

El nombre de Santiago es una evocación familiar para cualquier soldado de Caballería. El mayor de los hermanos Zebedeo, los “hijos del trueno”, la tiene bajo el manto de su patronazgo desde 1846. Aunque bien es cierto que el ímpetu y la fogosidad del apóstol que predicó en Hispania acompaña a los guerreros de esta tierra desde tiempos que se pierden en la memoria, hunde sus raíces en época de guerras contra los sarracenos, de leyendas y de sueños premonitorios, de combates fronterizos.
Alrededor de Santiago el Mayor, de su enterramiento en tierras gallegas, allá en el fin del mundo llamado Finisterre, y del arca marmórea con sus restos que -cuenta la historia, o la leyenda- descubrió el obispo de Iria Flavia, Teodomiro, después de que un ermitaño, de nombre Pelayo, le informase del avistamiento de unas extrañas luces en el mítico bosque Libredón, se sembró la semilla de un camino de peregrinaje para reforzar la cristiandad frente al evidente peligro musulmán, cuyas huestes en aquellos días se enseñoreaban de España.
Aquellas fabulosas luces, el campo de estrellas que hoy día apellida a la ciudad de Santiago, y aquellos sorprendentes hallazgos del siglo IX se convirtieron en relatos que primero se difundieron por tradición oral y más tarde se imprimieron -como dicen en el clásico El hombre que mató a Liberty Valance, “cuando la leyenda se convierte en hecho, hay que imprimir la leyenda-”, hasta que con el paso de los años, la semilla germinó en una vía de peregrinación que en todo el orbe se conoce como Camino de Santiago, o Ruta Jacobea, reforzada por bulas, indulgencias y jubileos. Y es a lo largo de un tramo de esa ruta por donde despliega una de las patrullas que la agrupación táctica “Farnesio” tiene empeñadas hoy en la operación Balmis, con la que las Fuerzas Armadas colaboran en la epidemia del coronavirus.
El camino vio un declive en el siglo XIV, años en los que la peste negra asoló Europa e hizo desaparecer a los peregrinos que se dirigían al “finis terrae”. Hoy diríase que la historia se repite, pues la maldita pandemia ha convertido la ruta jacobea en un lugar solitario, en cuyo horizonte no se recorta ahora la figura enjuta y encorvada de ningún caminante que, a buen paso, avanza anhelante hacia el oeste. Ni se oye ninguna plegaria, ninguna imprecación, ningún lamento, ninguna pisada que, a ritmo constante, resbala sobre la grava del camino.
Hoy, en cambio, la naturaleza anuncia que la primavera se abre camino con el esplendor del verde del cereal, del amarillo de la colza y de los lirios, del ocre de los campos ya sembrados, del azul de un cielo cegador y del blanco de unos cúmulos gigantescos, infinitos, que al tiempo que crecen en tamaño, viran al grisáceo de la tormenta que ya se advierte, y que descargará con toda su fuerza en unas horas. En otro tiempo y en otro lugar, unos guerreros a caballo sin igual como los mongoles, estarían a esas horas acobardados dentro de sus yurtas, temerosos de los ruidos del cielo, que ellos atribuían a la ira de su dios, Tengrit, enfadado un día más con sus criaturas.
Y esa naturaleza exuberante y voluptuosa, como el cuerpo siempre juvenil del amado, como el abrazo que insinúa las delicias de la amada, parece estar al alcance de los dedos con solo bajar el cristal de las ventanillas de los vehículos de estos guerreros a caballo del siglo XXI que ya se aproximan a Carrión de los Condes, en la provincia de Palencia. Y aunque las armas reposan bien custodiadas en la base militar “El Empecinado”, a las afueras de Valladolid, y no hay ningún enemigo visible al que batir, el estilo y la manera de hacer las cosas a lo militar lo domina todo. “De Muñeco para toda la malla, interrogo para control”, transmite el manchego Antonio, que va al frente de la patrulla. Esa es la manera militar de decir lo que, en el mundo civil, cualquiera resolvería con un más prosaico “¿qué tal me oís?”
Y así todo. Orden, planeamiento, previsión, “hasta para ir a la compra o buscar una novia”, describe con sorna el oficial. Militares 24/7, que se toman muy en serio estas misiones de la operación Balmis, y que consisten fundamentalmente en hacer presencia en miles de localidades del territorio nacional para que la población perciba que sus Fuerzas Armadas están cerca por si precisan de ayuda; y también para recordar las normas de comportamiento que hay que seguir en tiempo de estado de alarma y de confinamiento de la población. Y siempre en colaboración con las fuerzas de seguridad.
Y como tal misión, se ejecuta al estilo militar, con sus órdenes de operaciones transmitidas por la cadena de mando, con sus órdenes complementarias -que en jerga se llaman FRAGO-, sus indicativos de radio, su planeamiento, sus horas de movimiento, rutas, puntos susceptibles de observación, el nombre y teléfono del alcalde de cada población con el que contactar para recabar información y necesidades…


El tributo de las cien doncellas


La patrulla echa pie a tierra en la plaza de Santa María del Camino, en el centro de Carrión de los Condes. El lugar, que en una primavera normal estaría sumergido en el bullicio de los peregrinos que se arremolinarían bajo el pórtico de su iglesia románica, amanece ahora casi desierto. Quizás alguno de esos peregrinos, de rasgos orientales o de habla germánica, haya reparado en algún momento en los capiteles de la puerta sur, en los que los expertos creen ver una representación del milagro de las cien doncellas, otra de esas leyendas envuelta en las nieblas del medievo, y que cuenta que, de aquel centenar de mujeres, las cuatro doncellas que a la villa le tocaba pagar en tributo a las huestes mahometanas salvaron su vida tras rezar a la Virgen y surgir de manera milagrosa cuatro toros que pusieron en fuga a los musulmanes.
Ese tributo de las cien doncellas y la negativa a pagarlo por parte de otro rey, Ramiro I de Asturias, están en el origen de otro mito, el de la victoria cristiana en la batalla de Clavijo gracias a la intercesión de Santiago el hijo del trueno, quien a lomos de un caballo blanco acometió a las fuerzas del emir Abderramán hasta derrotarlas. De ese mito, nace la invocación guerrera: “¡¡Santiago y cierra, España!!” La misma con que concluye el himno de la Caballería, y que estos jóvenes militares que se aprestan a patrullar por la villa entonan con vigor y orgullo cada 25 de julio.
La presencia de los jinetes de la BRILAT despierta a esta hora de la mañana miradas de curiosidad, un gesto silencioso de agradecimiento de algún paisano, un “buenos días” musitado bajo una mascarilla… En la Plaza de los Caídos, varias mujeres que aguardan en un comercio de alimentación se arrancan en un aplauso espontáneo al paso de la patrulla. Al agradecimiento se une también un pequeño desde el balcón con reja de forja de su casa. El niño parece contar ya las horas antes de poder, por fin, pisar la calle y echar a correr de nuevo. Antonio, nuestro manchego de Farnesio, les devuelve de palabra el cariño: “¡Venga, ánimo, que lo están haciendo muy bien!” Hace unos cuantos siglos, allá por 1340 o así, un vecino ilustre de la villa de Carrión, el rabí Sem Tob ya dejaría escrito en sus Proverbios morales lo que esos aplausos hoy reconocen: “Non hay tan buen tesoro, como el bien facer, ni tan precioso oro, ni tan dulce placer”.
En la Plaza Mayor, frente al edificio del Ayuntamiento cuyas banderas ondean a media asta, el friso de la iglesia de Santiago -¡cómo no!- se sostiene sobre una arquivolta adornada por figuras que representan los distintos gremios que laboraban en la ciudad. Es una joya del arte románico que evoca el esplendoroso pasado de la villa, como lo es todo el templo, incluido el friso que transporta a quien lo contempla a la Jerusalén celeste mencionada en el Apocalipsis de Juan. De los anhelos y las incertidumbres del Carrión de hoy día, con los pies en la tierra, le habla sin embargo a Antonio el alcalde, José Manuel, en la plaza, mientras la vida cotidiana intenta desperezarse en medio de este largo confinamiento. Un vecino que pasea a su perro, una buena mujer que hace cola en la puerta de la farmacia, aquel otro que, asomado al balcón de su casa, asiste a la escena y saluda al cabo de Caballería que, bajo su ventana, permanece en actitud vigilante.
La patrulla se concentra de nuevo en la plaza de Santa María, en la que se dan novedades del servicio y nuevas instrucciones. Uno de los suboficiales menciona un par de situaciones en las que han tenido que recordar a algún “despistado” las normas de seguridad. Cada vez menos sorprendido y sí más hastiado, desgrana los argumentos ya tantas veces escuchados en respuesta a sus requerimientos de no pasear en pareja por la calle, o no hacer la compra en familia: “que hasta ahora no nos ha pasado nada” o “pues es que no me había enterado”. – “Han pasado cuarenta días, ¡y todavía no se han enterado! No sé en qué mundo viven algunas personas”, concluye antes de abordar los vehículos para trasladarse hasta Osorno, a unos treinta kilómetros.
Y desde luego que recorrer esos treinta kilómetros por la carretera nacional 120 completamente desierta, que discurre en paralelo con una autovía -bautizada como Camino de Santiago- no más concurrida; atravesar algún pequeño pueblo en el que no se atisba ningún signo de vida, y dejar atrás, con los kilómetros, la silueta de una chimenea en ladrillo medio desvencijada de una fábrica ni sabe cuándo abandonada, de cuya mampostería se ha apoderado ya hace tiempo la vegetación, supone traer a la mente la visión apocalíptica de la nueva Jerusalén.
Para el oficial y los dos cabos que forman la tripulación del todoterreno, en cambio, esa visión de la carretera vacía les trae recuerdos más cercanos, duraderos e inolvidables, que me cuentan. El estado de alarma se declaró en todo el territorio nacional mientras ellos se encontraban de maniobras en San Gregorio, a las afueras de Zaragoza, bastante desconectados de la realidad. Y solo comenzaron a ser conscientes de lo que estaba ocurriendo al regresar a “El Empecinado” por autovías sin tráfico y con áreas de servicio cerradas al público.


¿Patrullar o desinfectar?


Me asalta la duda de que será más agradable, o más interesante, o más cómodo para ellos: una patrulla de este tipo o la desinfección de residencias de ancianos, como han estado haciendo también estas semanas. Me sacan de dudas. En resumen, el servicio no se presta porque sea más o menos agradable. Para ellos, de condición militar, la comodidad del servicio es lo de menos. Y coinciden en que les satisface más desinfectar, a pesar de que, para hacerlo, hayan de vestirse con sus equipos de protección individual, los EPI, diseñados para combatir en un ambiente nuclear, radiológico, bacteriológico o químico. Por encima de la comodidad, está el ayudar a la gente y el poder comprobar, sentir de cerca el agradecimiento de personas, ancianas en su mayoría, que han vivido con aprensión y con miedo los primeros días de la epidemia.
En Osorno, el punto de encuentro es la casa de la cultura, junto a la iglesia de la Asunción. Ahí, la alcaldesa, María, pone a disposición de los militares del Farnesio una sala para que puedan comer y atender a sus necesidades básicas… El lugar es modesto, castellano, pero es de agradecer la hospitalidad, y que los jinetes tengan al menos un techo bajo el que cobijarse y una silla en la que descansar. La charla con la alcaldesa es distendida, e insiste encarecidamente en que está a disposición de la patrulla para lo que precisen.
Fuera, en la plaza, los jinetes, cabos y soldados del Regimiento Farnesio, aguardan a comenzar el movimiento. Es curiosa la manera en que se han dispuesto sobre el lugar, controlando los cuatro puntos cardinales, tal y como desplegarían la seguridad en cualquier zona de espera. Aquí en Osorno, se percibe mucho menos movimiento aún que en Carrión. Alguna mirada inquisitiva que se desliza desde detrás de una persiana, el aplauso mudo de un conductor, que desde el interior de su vehículo, saluda a los militares mientras se pierde calle arriba, camino de la plaza Abilio Calderón. De nuevo, la mirada curiosa de un niño desde una ventana que responde, tímido, al gesto de cariño que le dedica uno de los soldados.
Si uno consulta los datos disponibles sobre la incidencia de la epidemia por aquí, comprueba que la zona básica de salud de Osorno atiende a unos 2.600 pacientes; y de ellos, tan solo once son casos confirmados de coronavirus. Y aun así, se percibe que sus vecinos se toman en serio las medidas de seguridad. El ritmo de vida este sábado por la mañana de primavera, con sol y temperatura ideal para disfrutar, está al ralentí.
Se escucha el silencio, al que ahuyenta el tañido de una campana y el crotoreo de la cigüeña que desde su nido en la torre de la iglesia, contempla o tal vez vigila a los azores dorados que lucen las boinas de estos soldados de la Caballería de la Brigada “Galicia” VII, y que tiene precisamente en esa rapaz su emblema. Luego, con una cierta indolencia y la elegancia de un vuelo perfecto, se lanza al vacío y se aleja mientras sobrevuela los tejados de alrededor.
También la patrulla, poco a poco, se va desvaneciendo mientras avanza con parsimonia en la soledad de la Plaza de la Iglesia. Otra rapaz -esta sí de carne y hueso-, un milano real, flota vigilante sobre sus cabezas allá arriba, entre el cielo y el suelo. Las sombras de los jinetes se proyectan sobre una plaza en la que tres enormes peluches descansan, inertes, sobre otros tantos bancos metálicos, contemplados por los ojos sin vida de la escultura en bronce con la que el palentino Sergio García rinde homenaje a los cofrades de la Semana Santa osornense. Un penitente de oscuro metal que carga con su cruz, enorme, y que se convierte en el centro de una escena que podría servir de inspiración al apocalipsis de un nuevo “águila de Patmos”.

Por Carlos Molero.