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lunes 20 de abril de 2020
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Dragones en la Operación Balmis
Dragón: soldado que hacía el servicio alternativamente a pie o a caballo. (Diccionario de la RAE)
“¡¡¡Sois los mejoreeeeeesss!!!” El estrafalario ciclista levanta el brazo izquierdo con el puño cerrado mientras sigue pedaleando, ante la severa mirada del poeta José Zorrilla, que inmóvil desde su pedestal, parece observarlo. La mirada severa más bien se intuye, ya que el bronce de la estatua amanece hoy más oscuro aún a causa de este cielo plomizo y metálico que avisa de una jornada de agua. Nuestro peculiar Contador parece ahora lanzar una diatriba contra el orbe a voz en grito mientras sigue pedaleando, y su voz rápidamente se va perdiendo calle abajo, igual que el casco gris con el que protege su bullidora testa, ése que se difumina sobre el gris de las fachadas, gris que compite en grisura con el cielo gris de la mañana.
Es otro gris el de la carrocería del vehículo camuflado de la Policía que acaba de detenerse a nuestro lado, como grises -en este caso, gris ceniza- son las boinas de los militares del Regimiento Farnesio que, un día más, se despliegan por Valladolid dentro de la denominada Operación Balmis; ya sabes, la que ha puesto en marcha el Estado Mayor de la Defensa para colaborar con las autoridades civiles en la pandemia declarada a causa del coronavirus.
Esas mismas boinas, en las que contrasta sobre el gris el dorado de un metálico azor en vuelo, las están viendo a esta misma hora los vecinos de Oviedo, de Gijón, de Valdés -en Luarca-, los habitantes de Orense, de Pontevedra y de Carballiño. Porque a esta hora, un día más, las unidades que forman la Brigada “Galicia” VII, la BRILAT de toda la vida, están ya sobre el terreno. No sólo los jinetes del Farnesio, también los infantes del Príncipe y del Isabel La Católica, los artilleros del GACA, los zapadores, los logísticos, el cuartel general… A todos ellos les une esa boina gris, el azor con la cruz de Borgoña de su emblema, y una norma de conducta en forma de decálogo, alguno de cuyos preceptos se proclama a los cuatro vientos antes de salir a la misión: “Seré abnegado, cumpliré con ejemplaridad mi deber”.
Como tantas otras unidades militares, el regimiento divide sus esfuerzos en dos cometidos fundamentales: desinfección de residencias de ancianos, y presencia en las calles para verificar que se cumple la limitación de la libertad de circulación de las personas a la que se refiere el artículo 7 del real decreto que declaraba al estado de alarma el 15 de marzo. Y a esa labor se consagra la patrulla designada hoy, al mando del cerverano Diego, de 43 años, un ya veterano con quince de servicio en el Farnesio.
Hoy es un día distinto, tras dos semanas de parón de actividad en lo que el Gobierno de España definió en aquel momento como un “permiso retribuido recuperable”. Y los militares del Farnesio, que llevan desinfectando y patrullando prácticamente todos los días desde el 19 de marzo, notan que hay más movimiento en la calle: más personas que caminan, más vehículos que circulan. Nada que ver con el desolador aspecto que el Paseo de Zorrilla presentaba hace unos días, el domingo en el que Jesús Antonio, vallisoletano de 32 años con 13 de ellos de vida farnesiana en la mochila, tuvo el privilegio -por denominarlo de alguna manera- de caminar por sus más de cuatro kilómetros sin que ningún vehículo circulase por la calzada.
“¿Y qué más cosas distintas notáis estos días?”, pregunto. Que hay más pájaros, señala David. O que el ambiente semeja a un holocausto zombi, bromea por su parte Armando, también vallisoletano, 35 años, que va ya para cinco en el regimiento, y quien presume, con razón, de la capacidad que tiene el Ejército de poder funcionar prácticamente de manera autónoma en cualquier situación; y de su capacidad para planear cualquier misión siempre tomando, como punto de partida, el peor de los escenarios.
Educados en la disciplina
Se les nota que tienen ganas de participar, de ayudar en todo lo que se pueda. Y se les nota también que viven con intensidad y responsabilidad la situación excepcional por la que atraviesa la nación. Por eso, tuercen el gesto al ver tanto ir y venir de turismo, tanto peatón de acá para allá. Cada uno desgrana los pequeños hábitos de vida que ha abandonado, las renuncias que afronta en estos días de incertidumbre, y que se impone a sí mismo porque, como hombres educados en la disciplina, así lo recomienda, así lo ordena el Gobierno por el bien de todos.
Diego, que también es de Valladolid, tiene 33 años y lleva ocho en el regimiento. Y ocho, el de marzo, es el último día que vio a su mujer; y de eso hace ya casi cuarenta días. David, el de los pájaros, que es otro vallisoletano de 37 años con mucha “mili” en Farnesio -15 años nada menos- tiene a su mujer embarazada, de siete meses. Lleva a rajatabla las medidas de aislamiento en su casa a las afueras de Valladolid. Porque no se perdonaría jamás que, por un descuido suyo, algo le ocurriese a ella o al bebé que a punto está de llegar. El granadino David, 31 años, es por el contrario el más moderno en Farnesio, en el que lleva destinado un poco más de un año (“lo pedí por eso de estar en el regimiento de Caballería más antiguo de Europa”) y tiene asumido que pasarán semanas, o incluso meses, antes de que pueda, de nuevo, volver a abrazar a sus padres allí en Andalucía.
Ellos coinciden en que, en general, los españoles respetan la restricción de movimiento impuesta por el estado de alarma; más en las ciudades y pueblos pequeños que en las localidades de tamaño medio. Y enumeran las situaciones llamativas o los incumplimientos de los que han sido testigos en estos días, y por los que se ven obligados a avisar a las Fuerzas de Seguridad del Estado para la correspondiente propuesta de sanción que éstas elevan ante las subdelegaciones del Gobierno: un bar abierto aquí, un tipo que iba a comprar el pan en un monociclo allá, el peculiar significado que alguno le da a eso de pasear a su perro, el señor mayor que muestra su indiferencia por morirse, de coronavirus o de lo que sea, sin ser consciente de que lo puede propagar a su alrededor… De patrulla por el centro de la ciudad, no tardan los jinetes del Farnesio en toparse con la primera situación incómoda. Un vecino que se dirige a hacer la compra en un supermercado situado a más de dos kilómetros de su domicilio. En unos minutos, la escena volverá a repetirse, con un joven quien, tras comprar el pan en la panadería de siempre, se dirige también al super. En ambos casos, el incumplimiento del confinamiento se resuelve tras la identificación de los dos por agentes del Cuerpo Nacional de Policía y la correspondiente “receta”. Al final, queda un poso un tanto agridulce, pues da la impresión de que en ninguno de los dos haya mala intención. Pero como me insiste David, el granadino, para conseguir el resultado apetecido, hay que ser implacable. Y que hay muchas personas que aún no son realmente conscientes de la gravedad de lo que está ocurriendo.
Gestos de sorpresa
Resulta curioso observar los gestos de sorpresa de los peatones, o directamente los respingos, cuando se ven sacados de su ensimismamiento por estos jóvenes que visten de verde como la retama o el tomillo, el romero o el pino, un verde salpicado por decenas de manchas pixeladas en marrón, en negro, en gris, en pistacho… con su brazalete de agentes de la autoridad, sus trinchas y sus ademanes, que mezclan cortesía con decisión. No hay que olvidar que estos son soldados de Caballería, y que en ellos es seña de identidad la iniciativa y el carácter “ofensivo”: no esperes a que vengan, ve tú a por ellos.
Pasada la sorpresa inicial, y comprobado que todo está en orden, bajo las mascarillas o en el arqueo de cejas se percibe un gesto de alivio en el autónomo que va a la oficina, en la pobre mujer que se acerca a la farmacia preocupada por la receta, en el parado que vuelve a casa con la esperanza del final feliz a su recién terminada entrevista de trabajo. Ese mismo que, instantes antes, ha hecho ademán de enseñarle al vallisoletano Alejandro, el benjamín de la patrulla con sus 23 años, de los que casi dos los ha pasado ya en Farnesio, el justificante de su cita en el móvil. Y en muchas ocasiones, hay una palabra de agradecimiento y de ánimo para los militares. Un invisible sentimiento de compartir un destino común, de enfrentar el mismo desafío igual de invisible.
La patrulla, de la que también forma parte otro vallisoletano, José María, de 29 años y dos de servicio en la Caballería de Farnesio, continúa su lento avance por las calles de Valladolid, atenta a cualquier indicio que les haga sospechar que el confinamiento no se está respetando. Se les ve metódicos y ordenados, en paralelo por las dos aceras de la calle, tal y como avanzarían con sus vehículos de combate en una progresión por el corral de Matías, allá en el campo de maniobras de San Gregorio (Zaragoza), del que hace poco más de un mes volvieron para sumergirse, casi sin hacer alto, en la operación Balmis.
Ellos, jinetes que se adiestran para el combate, para la guerra, conocen mejor que nadie los estragos que puede causar el caballo rojo del Apocalipsis, porque muchos los han visto de cerca. Por eso, se sonríen y guardan silencio cuando les pregunto si estamos en una guerra. Quizás esas comparaciones bélicas de estos días, que machaconamente se escuchan en portavoces y medios de comunicación, formen parte del espectáculo de los tiempos actuales; o tal vez incluso de la banalización de la realidad.
De ella trata de despegarse David, el futuro padre, cuando lanza una reflexión al aire, sin destinatario concreto, con la vista perdida -intuyo- en otra estatua, en este caso la del héroe griego Ganímedes, que sobre un águila con alas desplegadas, vigila el centro de la ciudad desde lo alto de la cúpula del antiguo edificio de la Unión y el Fénix. Ante la encarnación del mito de la eterna juventud que representa el joven griego que se adivina allá en lo alto, la terrible realidad sobre nuestra tierra: los miles de muertos de los que se habla no son solo números, son personas que perdemos, se lamenta el bueno de David.
Por Carlos Molero.